miércoles, 1 de febrero de 2012

   Caen las horas y el manto de la noche me arropa en esta fría calle. Camino a pasos agigantados, dejando atrás mi presente convertido en pasado. Hasta que me inunda el olvido, dichoso cómplice de esta vida apagada. Desaparezco entre las negras callejuelas colándome a través de la neblina. Miro el reloj: las doce. Entrañable hora, pienso. Aligero el paso, avanzo en el destino hacia mi futuro incierto, mi futuro inseguro e impreciso. El resplandeciente astro ilumina mi camino, la luna se deja ver completa y brillante esta noche. La mayor parte de su vida escondida, pero cuando aparece te embauca con su embriagador perfume. Tan seductor como el profundo silencio que va dejando allí por donde pasa. Camino cabizbajo, como siempre, pero esta vez me percato de algo. Un lobo. Está sentado y me mira fijamente sin apartar aquellos desafiantes ojos. Se interpone en mi camino y empiezo a correr calle abajo, sin mirar atrás. Logra alcanzarme y se abalanza sobre mí, me muerde y desgarra hasta el último ápice de mi cuerpo. Y, al fin, me convierto en él. En silencioso, vagabundo y soñador. En leal y luchador. El bosque es ahora mi entorno y la fuerza mi aliada. La soledad, mi única y fiel compañera.

domingo, 22 de enero de 2012

Mi último día de libertad

   Mi madre y yo decidimos salir a comer al campo esa mañana. Un sol resplandeciente se posaba sobre nuestras cabezas contagiándonos su calor. Dirigíamos las miradas hacia el hermoso cielo azul despejado y, después, hacia la fresca y verde hierba donde estábamos tumbados. Todos los indicios apuntaban al comienzo de la primavera. Lo que más nos gustaba hacer era pasear por ese prado, ver cómo habían florecido las plantas de la zona y sentir la suave brisa en nuestra piel.
   Empezó a anochecer, así que nos dispusimos a retomar el camino de vuelta a nuestro hogar. Pero esa vez todo fue diferente. Ruidos en la penumbra, voces, estruendos, pasos, gritos. Mi madre y yo estábamos atemorizados, por eso comenzamos a aligerar el paso. De repente, vi cómo un hombre alcanzaba a mi madre y le golpeaba en la cabeza con una especie de hierro.
   −¡Mamá! −grité mientras corría hacia el lugar donde yacía su cuerpo inerte −¡Mamá, despierta!
   Una sensación de desesperación me invadía. Mi madre no se movía, ¿estaría muerta? No tuve tiempo de comprobarlo, otro hombre se acercó hacia mi espalda sigilosamente y noté un fuerte impacto.
   Me desperté en una inmunda habitación repleta de suciedad en la que apenas tenía espacio para moverme. Intenté provocar todo el ruido posible gritando y chocando contra las paredes, pero fue en vano. Varias horas después me sacaron de ese lugar para llevarme a otro peor: una caja de hierro. Era más pequeña que la anterior y ni siquiera me permitía darme la vuelta. Me pregunté si volvería a ver a mi madre. Pensar en ella me provocó una terrible angustia, no pude evitar que un mar de lágrimas se deslizara sobre mi cara. Poco después, intenté dormir para evadirme de aquella pesadilla. Cuando estaba a punto de conseguirlo, dos voces empezaron a conversar.
   −Ha sido pan comido. Iban andando juntas por el prado y solo hemos tenido que atizarles un buen golpe en la cabeza. Tenías que haberlo visto. Lo malo es que no paraban de derramar sangre y nos hemos manchado enteros. La próxima vez traeré a mi hijo, así podrá practicar béisbol −dijo una brusca voz con una sonrisa en la cara.
   
−¡Buen trabajo, campeón! Han estado mugiendo toda la mañana. Pobre vaquita que no volverá a ver a su ternerito, ¡qué lástima! −respondió el segundo a plena carcajada.
   Ya no podía hacer nada. No podía moverme, no podía dormir, no podía caminar... Intenté recordar todos los buenos momentos del día anterior: la luz del sol, el manjar de hierba fresca y la brisa en nuestra piel. Me habían arrebatado la libertad, ya solo quedaba morir.

El viento

   Sus sueños aparecen y se desvanecen como si de polvo se tratase, dejándose llevar por el viento. El viento, aquel engañoso confidente que no se ve, pero se siente. Nunca sabes cuándo podrás volver a encontrártelo, frío o cálido, albergando en él millones de secretos que se lleva y luego vuelve a traer. Habla, pero nadie lo entiende. Susurra inconfesables vivencias a través de sus leves o bruscos movimientos. Aprender a escucharlo es todo un reto. A veces, simplemente no tiene nada que decir y se calla, dejando tras él un lugar repleto de paz y armonía donde los sueños permanecen sin ningún peligro, pero siempre vuelve. Siempre vuelve y con él transporta todas las promesas, toda la felicidad, todo el amor, todos los sueños. Todo eso se lo lleva a otro lugar, quién sabe dónde. Existe un universo paralelo donde permanecen todas las cosas que el viento se llevó. Allí donde habita siempre vivirá en soledad, esperando a que alguien le entienda para poder compartir sus preciados tesoros. ¿Quién se convertirá, entonces, en confidente del viento? Quizás sea él, buscando su sueño perdido, aquel que no logró por miedo a avanzar. Pero el viento siempre es más rápido.

Todo lo que tengo

   Todo lo que tengo. Todo lo que tengo es esta página y este bolígrafo. Ya nada es seguro en este mundo repleto de incertidumbre, ya nada es completamente real. Lo único existente son apariencias y perspectivas, en eso me baso para afirmar mi teoría. Otra cosa muy distinta es que sea falso. La mentira o falsedad se pasea disfrazada por las interminables calles de la verdad. A veces, ese disfraz es tan evidente que no es complicado poder ver su verdadera identidad. Otras, es cuestión de la persona. De cómo su mente analiza la realidad en su conjunto, descomponiéndola poco a poco, percatándose o no del disfraz. Otras, en cambio, está tan oculta que es prácticamente imposible descubrirla sin que ella misma se delate. Esa es la verdadera complejidad de la falsedad. Es por eso que he llegado a la conclusión de que en este mundo no te puedes aferrar a nada, nada es del todo seguro en tu mente ni a tu alrededor.
   Todo lo que tengo, esta página y este bolígrafo, se convertirá en nada. Todo lo que tengo es nada. Prefiero confiar en mi mente... O no.

Metamorfosis

   Sus hojas caían de una forma lenta y apaciguada. Aquel día, una muchedumbre eufórica se encontraba reunida para observar el gran proceso vital que afectaba a todos los árboles de la zona. Cambio de estación, primeros signos de la transición al otoño. Puede que ese fuese uno de los pocos acontecimientos que les hacía romper con su rutina, la monotonía del día a día.

Árbol de la vida,
árbol del recuerdo,
hojas caen con ira,
y muero yo por dentro.


(En construcción)

La escalera

   Nunca imaginé que por fin iba a ser feliz. 

  Recuerdo cuando subía las escaleras de aquella casa. Solía hacerlo lentamente. Bajarlas, en cambio, era diferente: de dos en dos o en pequeños saltos. Conocía perfectamente la forma en que debía hacerlo.
   Un día esperaba una importante visita. Quizás iba a cambiarme la vida, me atreví a pensar. Siempre me había molestado el sonido del timbre, pero aquella vez me provocó una inevitable euforia. Bajé las escaleras corriendo y sin pausa, incluso me aventuré a finalizarlas con un gran salto que abarcaba cuatro escalones.
   -¡Ya voy!- grité mientras intentaba levantarme del suelo.
  Ahí estaba. Hacía ocho años que no contemplaba aquel rostro, ahora mucho más demacrado. Nos fundimos en un tierno abrazo que parecía no acabar nunca.
   -Hija, ¿esas son formas de vestir? El Señor no debe estar contento. Y vaya casa tienes, podrías limpiar más a menudo-me reprochó.
   -No empieces, mamá. Hoy no quiero discutir.
   Nuestras palabras se cruzaban durante las horas de la tarde hasta alcanzar la penumbra. El frío invadía los más recónditos espacios de aquella vieja casa, pero yo ya estaba acostumbrada.
   -Paula, sabes que estoy aquí por un tema importante. Pensé que debías saberlo, siento no haberte dado más detalles antes.
    -¿De qué se trata?- pregunté algo desconcertada.
   -Verás... Ayer fue el cumpleaños de tu padre. Pues bien, el único regalo que me ha pedido es volver a verte, quiere arreglar las cosas contigo.
   Una desagradable sensación recorrió mi cuerpo e invadió todos los poros de mi piel. Tanto, que mi madre se percató.

   Las discusiones comenzaron diez años atrás, cuando decidí apostatar. Mi familia siempre había sido católica practicante, pero gracias a mi ex novio descubrí que la gran religión no hacía más que recabar dinero mediante el control psicológico de la sociedad. Cuando mi padre se enteró intentó prohibirme toda clase de actividades y encerrarme en casa. Finalmente, logré escaparme. Lo único que dejé fue una nota a mi madre:
"Mamá, sé que tú siempre me has respetado, por eso no quiero causarte más problemas. Me voy, no volveré. Voy a ser feliz. Te quiero."
   Dediqué toda la noche a reflexionar. Por la mañana, le di a mi madre una respuesta: sí, vamos a ver a papá. Después de todo, no había disfrutado mi vida durante estos años. Cuando mi novio y yo lo dejamos empecé a mantener relaciones esporádicas con chicos que conocía en lúgubres bares. Todo eso influyó en mi posterior visita a mi actual psicóloga, la cual me recuerda constantemente que para ser feliz debo cambiar de vida. Sinceramente, no me veo capacitada.
   A la mañana siguiente nos sumergimos en un viaje de tres horas en coche. No dejaba de pensar en su cara y en qué decirle. Tantos años sin verle...¿cómo iba a actuar?
   Su primera reacción fue una sonrisa. Dentro de la milimétrica perfección de aquella casa, me propinó un golpe que me dejó inconsciente.
   -¡Mamá! ¡Mamá! ¡Sácame de aquí!-exigí nada más despertarme y ver que estaba encerrada en mi antigua habitación.-¡Por favor!
   -Hija, por el amor de Dios, tranquilízate. Creo que es hora de que entiendas que tu padre solo ha cumplido su función, el Señor iba a mandarnos al infierno si no lo hacía. No querrías eso para tus padres, ¿verdad?
   Grité, me desesperé, rompí todo lo que se interponía en mi camino. Al rato, me inundó la frustración y la impotencia. No había posibilidad de salir de allí. Durante las primeras horas de la noche no hice más que pensar. Pensaba en mi vida, en todos los momentos difíciles que había tenido que soportar: el hambre, el desamor, la desilusión. Todos ellos rondaban mi cabeza sin parar. Poco tiempo después, me atreví a imaginar cómo hubiese sido mi vida de otra forma, con otra familia y en otro país. Pero ya nada podía hacer, me encontraba en un callejón sin salida. ¿O sí? Se me ocurrió la idea más sensata que podía haber tenido.
   -Mamá, papá...- balbuceé casi sin fuerzas.-¡Mamá! ¡Papá!-continué esta vez elevando el tono.
   Se escucharon pasos subiendo la escalera.
   -¿Qué quieres, hija?- respondió aquella ruda voz.
   -Solo quiero deciros una cosa. Gracias, os quiero.
   Al fin lo había comprendido todo. Me había pasado la vida sentada en un sofá hablando de mis problemas, cuando en realidad existía una forma más fácil de resolverlos. Miré en el cajón de mi antigua mesita de noche y encontré lo que andaba buscando: las tijeras con las que me cortaba el pelo.
   Fue rápido y sencillo. Un profundo corte se extendía en mi muñeca y acabó con todo.

   Por fin, era feliz.